Galería regional | Cuadros para una exposición

Manuel Avellaneda: la pincelada vibrante y precisa

El olor del salitre, la sal que sube con la brisa desde el mar, en la Bahía de Isla Plana, hasta el porche ajardinado de la casa, mientras nos disponemos a gozar de la luz de la tarde

Pedro Manzano

31 AGO 2024 6:01

Quizá debiéramos, en un merecido ejercicio de revisión de la obra de Manuel Avellaneda, contemplar la obra del ciezano desde otra perspectiva hasta ahora desacostumbrada, y asomarnos a sus cuadros como si estos fueran una ventana abierta que pusiera en relación las tierras margas del interior murciano, los paisajes del valle del Segura, las marinas calmas o plenas de oleaje de Mazarrón e Isla Plana, con Collioure, la bahía y las playas de Niza o la agreste belleza de Saint Paul de Vence. Sus porches y terrazas con los espacios abiertos representados en los lienzos de Matisse.

Los cuadros de Avellaneda, dotados de esa pincelada vibrante y precisa, de ese colorido… que debe tanto a las lecciones aprendidas de los impresionistas y fauvistas, como al magisterio de Benjamín Palencia o a las palabras de Gaya. Esas terrazas, esos rincones que se abren al paisaje mediterráneo. Lugares que parecen permanecer a la espera de que en ellos tenga lugar una agradable sobremesa o un encendido debate, a la hora de la caída del sol, con la llegada del frescor nocturno.

Amistad y arte, o mejor cultivar la amistad a través del placer del arte. Sentir el olor del salitre, la sal rozando nuestra piel, que sube con la brisa desde el mar, en la Bahía de Isla Plana, hasta el porche ajardinado de la casa, mientras nos disponemos a gozar de la luz de la tarde, filtrándose entre las hojas de la arboleda del jardín, sentados a la mesa, o en EL BANCO VERDE bajo los pinos.

 

 

¡Ah! los objetos… esos cuencos y recipientes colmados de frutos: membrillos, manzanas o limones, colocados sobre la superficie del mantel, sobre un poyete o un banco. El cuadro, una recreación de la tierra y las raíces, jugando su papel de escueta y casi etérea presencia para para reafirmar la pertenencia del pintor a un ámbito territorial determinado.

Contaba el propio Matisse que había logrado reunir en sus cuadros el mundo interior y el exterior, porque no había diferencias para él entre la atmósfera del paisaje y la de la estancia donde pintaba y residía. Puede que para Avellaneda también resultara imprescindible y natural poder acercar, a su más próxima intimidad, utilizando como recurso su pintura, las nubes del cielo, la bravura esplendorosa del mar, y la ocre y seca tierra árida, salpicada del verdor de escuetas arboledas, y que le bastara para ello elegir un motivo, una excusa… el porche blanco, la ventana o la puerta abierta, con la luz, filtrada por una celosía de cañizo, cayendo con la tarde sobre un cuenco de limones o membrillos, o sobre un lebrillo de barro apoyado en la pared.

Posiblemente este BANCO VERDE de Manuel Avellaneda, bajo la sombra fresca del pinar, al fondo la belleza del mar en la costa de Isla Plana, sea la mejor imagen, la más adecuada, que podíamos haber elegido para despedir esta pequeña serie de pinturas y obras seleccionadas para acompañar el ocio en la calima de agosto. Una selección que no hemos pretendido, en ningún momento, que recoja las mejores o más significativas piezas de las realizadas por estos/estas artistas… y, por lo general, amigos/as (algunos, desgraciadamente, ya no están entre nosotros).

Cuadros para una exposición, un homenaje a Músorgski. Un recorrido, un paseo, trazado siguiendo la pauta de un inventado salón de exposiciones que, generosamente, ha sido acogido en las páginas que ahora tienen entre sus manos. Sí, un placentero paseo compartido, que espero haya sido de su agrado.